lunes, 9 de abril de 2012

- La gente está triste


  - La gente está triste, lo leo en sus rostros -desde la atalaya, disfrazada profusamente: de árbol, de menina... Quieta como corresponde a la estatua que representa, los colores caros, espesos, apagados, la estructura a modo de corsé ayudando a la sujeción, a la quietud.
  Desde la peana observa las riadas de gentes, sobre todo ahora, en carnaval, y percibe el sentir general, impostado o no, lo de la tristeza se refería a Madrid. En los últimos tiempos le cruzaban rostros acartonados, pálidos, sin vida, y ella, desde su hieratismo, a veces con los ojos cerrados (porque la percepción se agudiza), las notaba así, sin saber la explicación.
  En Cádiz, y eventualmente en carnaval, es imposible esta percepción, pero hay algo de insensibilidad en las riadas de gentes que pasan de largo sin prestarle atención, acaso no sea un árbol consumado, creíble, en navidad cabría, ahora a lo mejor para invitar a una meada de can; pasan de largo porque hay una chirigota más allá que arremolina a la gente, que desata golpes de carcajada, algunas histriónicas; hay horas del día que la corriente es tan densa que peligra su estabilidad, afluencia que no está en proporción al desembolso; más bien poco hay de esto.
  Después del primer paso por aquí y concertar la vuelta al Centro en esta semana carnavalesca, marchó a Algeciras, donde los municipales acabaron desarmándola; ella no es de las que oponen resistencia, entiende que en unos sitios exijan licencia; hasta entonces, después de seis horas, había reunido unos diez euros. Optó por entrar en Gibraltar, era la primera vez, el carro aparatoso por el control, con el dni nacional le bastaba (es hija de padre español). La hora que estuvo en una calle céntrica le cundió más que las seis a doce de Madrid, Cádiz...; los veinte euros que consideraría el sueldo de diario. Hasta que la desalojaron los particulares municipales de allí. Encarnó un sentir contradictorio. Por un lado los británicos fueron especialmente generosos reconociendo su trabajo, aplaudiendo aquella atípica irrupción artística en medio del triste devenir callejero, por otro han establecido normas entre las cuales figura la prohibición de aquella pose, haciéndola cumplir los empleados de turno. Vuelta atrás con el armatoste a ruedas, y ese cántico sincopado de su voz nasal, herida de gracia porteña.
  Antes del árbol se hubo disfrazado de la Pepa, por cierto, en vísperas del bicentenario atrapada en un andamiaje aparatoso. El modelo lo había cogido a tiempo, y sus horas le llevó confeccionarlo para al final desistir de él por culpa de un viejo que comenzó a llamarla roja, comunista, y cosas así, empleándose como buen franquista que debía ser, pues así lo manifestó, por más que ella se afanase en explicarle paciente y candorosamente que nada tenía que ver Franco con Napoleón, que la Pepa era el resultado de la guerra de la independencia de hacía, eso, doscientos años. Le exasperó hasta tal punto que cambió de disfraz: a un inocuo árbol; lo acompañó de música bucólica, pero el cd acabó rallándose y metió un beethoven convulso y devastador.
  Hay otros del gremio, han coincidido en el Centro, y lejos de sentirse competidores, se ayudan y distribuyen lo más respetuosamente posible. Ya la gente decidirá a quién agraciar. Qué menos que entre ellos se reconozcan su sacrificado y poco recompensado oficio. Principalmente son sudamericanos.
  Antes de tomarse ella esto más en serio había trabajado en Seguros Pelayo, en una sucursal en la Vaguada, en Madrid. Al quedarse sin empleo se afanó en esto que había sido eventual pasatiempo, llegando a asociarse con otros que lo consideraban tan suficientemente digno como para descalificar a los impostores que recurrían a él sin verdadera vocación y ahincado esmero. De momento, aquella diáspora que concertaron a fin de salvar la particular crisis asociativa, no da resultado. Ha de alcanzar además la cifra de 300 euros limpios para poder pagar el alquiler que dejó pendiente en Madrid. Acabarán echándola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario