lunes, 9 de abril de 2012

Buchaca asoma


  Buchaca asoma por el Centro. Después de un año de duro suelo a la intemperie, recuerda el sabor del colchón. Las costillas, los músculos, los huesos..., hacen fiesta esta noche.
  El cuerpo, no habituado al cómodo lecho, propicia una noche turbulenta: ronquidos, toses, expectoraciones, monólogos, riñas... El compañero de habitación no pega ojo.
  ¿Qué motivó que asomara por aquí después de un año?
  Al día siguiente explica: la policía le había arrebatado la manta (aquella manta acartonada y denegrida).
  A lo largo de la mañana altera la versión de los hechos, siendo imposible acertar con lo sucedido exactamente. Parece que fue conducido al hospital, o se acercó hasta allí por sus propios medios, o ni siquiera fue. Allí, si es cierto que compareció, la atención fue breve, lo que es de extrañar dado su estado. La presencia policial, no obstante, parece, sí, la responsable de la falta de la manta.
  Pero ¿por qué le habría hecho la policía tal cosa? En todo un año no le molestó, ¿por qué ahora sí? ¿Por su deterioro físico y lamentable aspecto? Pongamos que le conducen al hospital, allí le miran superficialmente y él regresa a la calle sin que la policía, que se limitó a llevarlo, le devolviera sus trastos. Improbable. ¿Y del hospital hizo el trayecto andando hasta su ecosistema de calles, cajeros y puertas de iglesia?
  Debió recordar cuando le espoleaba cada vez que me lo cruzaba por la calle. Su dinerillo se llevaba para rematar el encuentro. Diez euros; un capital. El terreno, sin pretenderlo, había sido oportunamente abonado. Ahora ya no se me escapa.
  Después de un copioso desayuno consistente en dos vasos largos de leche en polvo de la Cruz Roja y dos bollos de pan con mantequilla le insto a que aguarde a la salida. Los cinco euros que me pide por bajinis sirven de cebo. Hablaremos fuera.
  Antes de zanjar mi jornada, hablo con la asistenta social. Concretamos que vaya al centro de salud mental y si se aviene a un tratamiento quizás pueda prorrogarle la estancia. Que esta tarde se entreviste con ella.
  En la calle, Buchaca camina con dificultad. Los rayos de sol le placen, esfuerza el equilibrio prestándose a su arrullo. Al unirme a él me pide que le traiga el jersey que dejó sobre las mesas apiladas del bar Galicia y el refresco que le permití sacar envuelto en él a escondidas.
  Echamos a andar. El suyo es un paso inseguro, tembloroso. La noche le ha marcado el rostro, desigualmente hinchado; el pelo sin peinar: rizado y cano. A los pocos pasos se detiene para recuperar la compostura y las fuerzas.
  Menciono el centro de salud mental y se rebota, su negativa es tajante. Amaga desviarse del camino que conduce hasta allí. Se lo impido. ¿Cómo?
  Las razones cuajan en su mente de enajenado: ¿Quieres que tu estancia en el Centro sea más larga? Ten un poco de picardía, empleemos el siguiente truco: nos acercamos al centro de salud, entro yo con tu DNI, pido cita con tu psiquiatra, ¿Trujillo era?, y hasta la fecha de la cita tienes cama. Luego, el día antes, si no quieres acudir, te piras.
  El trayecto de cinco minutos lo cubrimos en media hora. Anda receloso. En las inmediaciones del centro de salud los recuerdos se avivan, no son agradables. Su mente se pone en guardia rebuscando argumentos que esgrimir llegado el caso.
  Doy las explicaciones pertinentes en recepción presentando el DNI; el aspecto de la foto es saludable: regordete, buen color.
  Era previsible que la asistenta social que debe atenderlo, de nombre Pepi, se encuentre en aquellos instantes ausente desayunando. Frente al hermetismo de las administraciones a la hora del desayuno lo mejor es armarse de paciencia.
  Entran algunas señoras cuyo perfil pudiera responder al de una asistenta social. Buchaca no reconoce a Pepi Castro. ¿Debería?
  A quien sí reconoce es a la enfermera jefe, que se acerca. Salió a desayunar y allí lo ve, recostado en un vehículo aparcado, las manos en los bolsillos, la expresión aturdida, el saludo hosco.
  Explico las circunstancias que concurren en su conocido paciente y dictamina: Lo atenderemos de urgencias. Antes de cumplimentar su desayuno ordena a una subordinada que vaya sacando el historial de José Gutiérrez García. Muestro el DNI.
  Pasada media hora Buchaca toma asiento frente al doctor Trujillo. La enfermera Flor se incorpora en el transcurso de la entrevista.
  Colabora y responde cumplidamente a las preguntas. También muestra las hinchazones del brazo y la pierna, y no oculta la disnea.
  Propone el doctor:
  -Me preocupa más lo orgánico que lo psíquico. Debes ingresar en el hospital.
  Buchaca comienza a molestarse. No está dispuesto. Aduce:
  -La policía me llevó ayer al hospital y me soltaron, no tenía nada. Póngame una inyección si quiere, y me voy. No quiero estar aquí más tiempo. He estado un año en la calle sin que me hagan caso y ahora se acuerdan de mí.
  La enfermera Flor replica:
  -¿Negarás que nos hemos parado contigo y pedido que vinieras? ¿Por qué no has querido hacerlo?
  -Porque estaba bien.
  Sin mencionar el hospital, Flor insiste en la necesidad de ser atendido. Es por su bien.
  -¡Que me dejes en paz, Flor!
  Abrumado, Buchaca se levanta y abandona el despacho, arrastrando detrás a Flor y sus exhortaciones. Cruzan el pasillo con los pacientes a la espera observando la airosa y vehemente escena.
  En el despacho, ante la resignación del doctor, aseguro:
  -No irá muy lejos.
  Flor se nos une. Deciden que lo mejor será conducirlo, aun forzándolo, al clínico de Puerto Real, a la unidad de agudos. Solo confinándolo, la atención será eficaz, piensa el doctor.
  -¿Lograrás entretenerlo una hora, el tiempo de venir la ambulancia y una dotación policial?
  -Sí.
  -No le digas de qué se trata.
  Me apuesto a su lado en silencio, a la puerta del centro de salud. Buchaca no es agresivo, pero sí responde con vehemencia cuando se siente acosado. Espeta en un momento dado:
  -¡Que me dejéis en paz!
  Comprendo que es inútil insistir y me alejo unos metros. Él ya ha asegurado que se dejará conducir, no opondrá resistencia, si bien no sabe a dónde, no sabe que será a la unidad de agudos.
  No me cuido de vigilar que escape. Incluso lo dejo solo para buscar una farmacia y comprarle ventolín. También una fanta de naranja y chicle sin azúcar.
  De pronto comprendo que está a mi merced. Encaja la confesión de que Flor es severa y antipática; no se deja querer y eso repele al enfermo. Sus formas marciales son tan eficaces como repelentes. Poseo su DNI, aunque al pedírmelo le digo que se lo han quedado en el centro de salud para tomarle los datos. La falta del mismo lo clava definitivamente, así como el compromiso amistoso de dejarse conducir, dulcificado con la entrega de diez euros, mi número de móvil y, por supuesto, el ventolín, la fanta y el chicle sin azúcar.
  El sol vuelve a insuflarle una saludable dosis de vitalidad. Lo percibe como etéreo emplasto reconfortante.
  La ambulancia y la policía local aparecen antes de una hora, lo hacen con calculado disimulo, como si les trajera otra cosa. Buchaca les mira de reojo sin reaccionar. Al poco se acerca Flor escoltada por los policías y el enfermero de la ambulancia. Buchaca, aleccionado, se deja conducir mansamente.
  Los policías insisten tan expresivamente con que luego ellos se encargarán de traerlo de vuelta que se percibe la falsedad. De hecho, cuando Buchaca se revuelve y se gira, casi se abalanzan sobre él, dispuestos a abandonar los disimulos y usar la fuerza.
  - La fanta. Ha olvidado la fanta en el capó del coche -aclaro rápido.
  Entra en la ambulancia, se recuesta en la camilla, se desabrocha el cinturón. Flor embarca, sentándose al lado, y también una ayudanta, a quien entrego el DNI.
  Flor me da las gracias, le deseo buen viaje a Buchaca y los policías interrumpen el tráfico para que la ambulancia acometa la maniobra de desaparque y marche rumbo a Puerto Real.

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