lunes, 9 de abril de 2012

Ha vuelto de Frederika.


Ha vuelto de Fredericia, Dinamarca.
Ya celebró las fiestas arrojando un sin fin
de cohetes al cielo atlántico, los niños lo disfrutan.
En el Pichón, el café mañanero, los parroquianos lo
van poblando a cuenta gotas, el más madrugador ya cuenta
el segundo coñac sobre la mesa de la esquina, la voz engolada
para emitir un gruñido.
Espera dos semanas en el Centro hasta que en San Fernando
quede libre la habitación que le alquila una pareja rusa,
amigos, serán ciento cincuenta euros, limpieza general una
vez a la semana, independencia, cocina común.
En cuanto ingrese un dinero quizás monte un pequeño negocio
¿cómo?, de la venta de la casa en Yerevan, capital de
Armenia. (Se explica con ceño y fruncimiento gatunos, un
viejo Silvestre más reflexivo y circunspecto que cuando
perseguía atolondradamente a lindo gatito.) Ha de traspasarle
los poderes al hermano en Rusia, a donde vendrá a vivir la
madre tras la venta, estará mejor cuidada, ya es mayor.
El padre había vendido la casa familiar a una hermana,
él acogió en la suya a la madre, tras el asesinato de aquél,
líder de un partido político incómodo, simularon un accidente,
el emparedamiento entre dos camiones. Los hijos, los varones
sobre todo, huyeron del país, aguardando la misma saña.
Habla el ruso porque lo aprendían obligatoriamente en las
escuelas, luego vino Gorbachov y la disolución de las Repúblicas
Socialistas Soviéticas, y la independencia de Armenia, y la
guerra con Azarbaiyan. La explica de forma simple, la disputa
por Naborno, la irreductibilidad del porcentaje presencial allí,
los atentados, la expulsión con la guerra, en verdad el éxodo
de población en ambos sentidos, azaríes para allá, armenios para acá,
a través de una frontera que se chapó hasta el presente.
El aire tabernero se impregna de un aroma belicoso, mientras
aumentan los decibelios del rumor mañanero con la afluencia
de rostros rudos y desenfadados que seguramente también tuvieran
sus guerras que contar. Es más reconfortante saltar al otro
extremo de Europa y al dibujo del apéndice peninsular que forma
Dinamarca, al trayecto sinuoso que su dedo marca sobre una invisible
pizarra aérea para llegar a Frederika partiendo de Hamburgo,
a la explicación de las mareas no tan acusadas como las
de aquí. El acento eslavo, mascando las frases para formarlas
correctamente, terminando en risueños asentimientos. Sobre la
barra de chapa pulida color plata arroja un billete, al conocido
tabernero no le hace falta anotar la cuenta con rotulador negro
sobre la chapa, que parece una tabla logarítmica, recibe la vuelta.
  - Te debo una.
  - No me debes nada.

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