jueves, 12 de abril de 2012

Fede. La averiguación del pasado

  La averiguación del pasado no ocurre de forma repentina, tampoco es que se le pregunte abiertamente y se espere de él sinceridad absoluta, poco a poco, a rachas que dependen de una predisposición advenediza, va volcándolo. No abandonó Israel por capricho. Huyó. Le urgió hacer las maletas y cruzar la frontera antes de que la orden de retenerle, de no permitirle salir del país, circulara por las líneas informáticas de la policía, y alcanzara el control fronterizo. Al hermano lo habían prendido en el límite justamente porque se demoró unos días. Sabiéndolo, él no podía dudar que fuera la mejor solución para no caer detenido.
  Había constituido su propia empresa de pintura de fachadas, descolgándose como alpinistas, a su cargo tenía media docena de trabajadores. La época más boyante fue la de un majestuoso hotel que le encargaron. Luego le vinieron encargos puntuales, más pequeños, que casi abordaba él solo, acompañado de alguno más. Había partidas económicas que no podía soslayar, pese a los retrasos en los pagos de los clientes: impuestos, seguridad social de los trabajadores, material..., lo cual le obligó a pedir créditos bancarios, que luego iría cancelando. Al final el déficit creció con desmesura, la solicitud de un nuevo crédito venía a ser una solución cómoda, perentoria, claro está, acumulativa, que engrosó el agujero hasta los doscientos mil euros. El embargo subsiguiente de todas sus cuentas y bienes no alcanzó para saldar la deuda, pero sí para que él tomara la urgente decisión de echar mano de un dinero en efectivo cuidadosamente guardado y salir pitando.
  Del hermano apenas se despidió, este no le entretuvo sabiendo a la velocidad que viajan las consignas policiales. La razón de su propio tropiezo seguramente tenga que ver con sus habilidades programadoras, de las cuales ya dio muestras antes de abandonar Argentina y afincarse en Israel, al acceder por internet a las cuentas bancarias del padre, rico y separado de la madre, y vaciarlas. El padre no le denunció por este acto, pero permaneció sin dirigirle la palabra más de diez años.
  Fede había encontrado trabajo en Barcelona, de chófer (más bien chofer, acentuando la e, como corresponde al habla argentina, tres horas menos en la zona de Variloche). Uno de sus clientes era un buque de guerra lo que le permitía entrar en él y visitarlo como si fuera a capitanearlo: se sentía capaz, y la tripulación hacía simpáticas bromas sobre ello. Más bien de lo que demostró ser capaz fue de apuntarse a una sociedad por la zona de la barceloneta a través de la cual la compra y el consumo de hachís es totalmente legal. A la postre, esta afición también le dejó sin empleo.

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