viernes, 20 de abril de 2012

Fede. Le robaron el pasaporte en Barcelona

  Le robaron el pasaporte en Barcelona y por eso cuando ha sentido el impulso de abandonar el Centro, porque vio cosas que le disgustaron, y regresar a Israel se ha reprimido. La estancia en aquella ciudad, la primera que pisó al llegar a España, la han caracterizado los robos, que, si bien perjudiciales, repasados ahora con la perspectiva del tiempo y la irremediabilidad, causan curiosidad y alborozo. En Argentina no aguzan tanto el ingenio, a los sumo una primera interpelación evita la brusquedad y el descaro, por ejemplo, ¿me da fuego?, para seguidamente no andarse con rodeos: dame la cartera; y si no directamente te apalean o te rajan.
   Caminaba recién llegado por las Ramblas, disfrutando del aire otoñal, del flujo de gente variopinta atendiendo los puestos ambulantes, los artistas, alentados por la misma brisa marina que viniendo del puerto tremolaba las hojas de los árboles de la alameda, cuando se le acercó un tipo que le saludó efusivamente, algo excéntrico, aspecto normal, ¡Hombre!, Qué tal, Os noto recién llegado acá (un rastro de chufla en el habla, cuya entonación porteña imitaba), ¿Os va bien?, Desde luego habéis acertado con esta ciudad, es maravillosa, bla, bla, bla… Según hablaba le rodeó amistosamente la espalda con un brazo, lo sintió pegajoso pero inofensivo, molesto pero interesante; a la vez disimuladamente le daba con su pié en la pantorrilla, roce que le distrajo, pensando que debía ser un defecto en el andar. Luego le dijeron que a esa técnica la llamaban ronaldiña, en honor al futbolista, que lo fue del equipo local. Cuando aquel se marchó y al rato se echó mano al bolsillo, notó la falta de la cartera.
  Volvería a pasear por las Ramblas y a prestar atención, no ya a que no se la jugaran de nuevo, sino a toparse con aquel tipo para “lastimarle la mano a la altura del hombro”, expresión que demuestra su solvencia en las peleas.
  La segunda vez que le robaron regresaba de marcha de las afueras, vivía alquilado por el centro, era madrugada. Al pagar la carrera al taxista comprobó el dinero que le restaba de los cien euros en dos billetes de cincuenta con que había iniciado la noche. Setenta euros: uno de los billetes de cincuenta, y dos de diez, de los cuales uno gastó en aquel momento. Según cerraba la puerta del taxi y este echaba a rodar, se le acercaron un travestí flanqueado de dos tiparronas buenísimas, como se ve en las películas esos chulos ostentosos y vigías de la noche. Emitió un saludo simpático para, nada más llegar a su altura, agarrarle de un manotazo la “bola” y hacerle insinuaciones sexuales. Este momentáneo asalto, que, dada las horas, y el sopor etílico que traía sin alcanzar a embriaguez, le pareció natural y parte indisociable de la noche catalana por su cosmopolitismo y mezcolanza, sirvió para que una de las chicas deslizara en este caso la mano no a la bola sino al bolsillo. La habilidad del travestí consistió igualmente en dirimir aquel encuentro con la misma simpatía y garbo lascivo afectado, alejándose entre saludos y risas de las chicas. Fue aproximándose al departamento que había alquilado, que notó la falta del billete de cincuenta euros, quedando el de diez como humilde y fiel siervo que resistió aquella hábil maniobra. Entre el desconcierto, estupor y coraje que sentía mientras se palpaba por todas las ranuras de la ropa saltó la chispa de la explicación de aquella ausencia.
  El último robo le ocurrió en la playa, de madrugada, concurrida a intervalos por parejas o pequeños grupos de amigos. Estaba liado bajo una manta con una chicha, distraído en los propios menesteres de estas intimidades. Son típicos los tránsitos de moros vendiendo bebidas ¡beer! ¡beer! En este caso uno rozó la impertinencia al acercarse al bulto, del cual asomó la cabeza para rechazar la oferta que con exceso de súplica habitúan. Tan pronto se fue volvió a cubrirse presuroso con la manta, retomando el menester por donde había quedado interrumpido, comprobando que la chica seguía receptiva y en su puesto, no habiendo asomado la cabeza para no delatar su sonrojado alborozo. El caso es que más tarde, en los naturales descansos de estas composiciones, dio en echar mano a la mochila, y no estaba.
  Pasaporte, llaves del departamento, tarjetas, dinero… Todo iba en ella. Poder acceder a la vivienda le costó horas de ansiedad e impaciencia entre la denuncia y demás comprobaciones, y el empeño del cerrajero, que su parte se cobró por el laborioso manejo.
  Había visto también un robo, desde un colectivo, espectador imparcial. Aprovechando la parada en un semáforo un hombre abordó cortés e imperiosamente a la acompañante del conductor, los dos personas mayores, advirtiéndole de la puerta abierta, haciendo amago y finalmente procediendo él mismo a abrir y cerrarla de un golpe más preciso. Esto a la par que por el flanco opuesto un socio haciendo de mirón abría y cerraba en sincronía con aquél la puerta de atrás de su lado, para en lo que dura ese parpadeo de puertas sustraer el bolso que hubiera en los asientos de atrás. La pericia es digna de admiración, de no ser por lo que es.
  A consecuencia del robo en la playa y otras vicisitudes como atascarse el trabajo remunerado que desempeñaba, los ingresos (¿cuáles?) compró una tienda de campaña previendo que pronto abandonaría el departamento cuyo alquiler no podía pagar. Consumado el hecho, la usó para instalarse delante de un centro de acogida que apenas le dispensó una semana de estancia. Los intentos por parte de policías locales para despejarlo de allí, que afeaba el sitio con su reivindicación, solo tuvieron efecto cuando se recrudecieron, reteniéndolo una noche por indocumentado en el calabozo. Al salir no quiso complicarse más, y con un improvisado amigo, Javier Campos, cuyas relaciones familiares y noviales habían tornado inviables, viajó hasta Cádiz. Atrás quedaron ratos entrañables de bohemia, fumata y guitarra.

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